Estas piedras pintadas con mis rotuladores tendrían que llamarse técnicamente petrogramas, pero yo las llamo, de un modo igualmente pedante, grafolitos. Es igual cómo las llamemos. Son unas piedras, traídas a casa por nuestro perro de muchos años -¡nuestro muy querido Ikatz!-, que volvía con ellas en sus fauces desde sus excursiones por la playa de Hondarribia y otros lugares próximos. ¡Bendito Ikatz!

Piedras como bases o soportes de pinturas. Esculturas que vienen hechas de la naturaleza (piedras) y que sólo pedían -me pedían, interpelándome- el color que yo podía procurarles para que se convirtieran en esculturas polícromas; obras, por otro lado, fugaces; pan de poesía para hoy, hambre de pura piedra para mañana.

También hay estos huesos, que se llamarán si se quiere osteogramas, involuntarios óleos en función del aceite que envían a la superficie desde su recóndito interior. Grafolitos y osteogramas. Piedras y huesos.

Pero también papeles hay en este vertedero del artista plástico frustrado que yo soy, y que, si se ponen juntos -papeles, huesos y piedras- convienen en ser una colección que sólo muy generosamente podría entenderse como una obra gráfica, plástica o pictórica.

¿Nos dice algo esa piedra? ¿Nos grita algo ese hueso? ¿Hay algo en esos papeles? ¿Pequeños delirios o meras diversiones de un pequeño escritor?